Aunque los legionarios romanos se rapaban obligatoriamente, no ha sido una norma unánime en los ejércitos a lo largo de la historia, y, de hecho, la costumbre no empieza a asentarse hasta la Segunda Guerra Mundial.

Por ejemplo, las huestes germánicas –enemigas de Roma– llevaban largos cabellos y luengas barbas como símbolo de masculinidad. Y en el siglo XVII, muchos soldados europeos, especialmente los de mayor rango, lucían melena para distinguirse de sus servidores, forzados a cortarse el pelo. Fue muy frecuente desde entonces llevar el cabello a la espalda recogido en una coleta y combinarlo con rizos en los lados, que les peinaban los barberos de su unidad.

También los bigotes y las barbas –como las que se dejaban los combatientes de la guerra civil estadounidense– han sido habituales en el ámbito castrense: solo empezaron a descartarse definitivamente a partir de la Primera Guerra Mundial, ya que eran una molestia para ponerse las máscaras antigás.

Durante la Segunda Guerra Mundial el rapado se impuso definitivamente no solo como garantía de higiene, sino también por motivos de seguridad, ya que el pelo puede engancharse en las armas.

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