Llegó a un supermercado de Envigado, cogió un paquete de papel higiénico y lloró, no unas cuantas lágrimas, lloró mucho. La abracé y entonces también lloré yo.

La gente que pasaba por el pasillo no entendía el motivo de tanto drama. Para todos en ese establecimiento era absolutamente normal estar frente a un anaquel lleno de muchas marcas y tipos de papel; para todos, menos para las dos venezolanas que estábamos allí, abrazadas, llorando.

Marlen García aterrizó en el aeropuerto José María Córdova de Rionegro el pasado Jueves Santo proveniente de Caracas. A 17 días de haber llegado -y vino para quedarse- aún no entiende que lo normal es que haya de todo, y que el único límite para comprar es el dinero que lleve en su cartera, que ya no deberá buscar un cartel puesto al pie de la caja registradora donde diga cuántos paquetes de cada cosa puede llevarse a su casa.

El aceite, la harina de trigo, la leche (en polvo o líquida), el café, la harina de maíz, las arvejas, la margarina, las sardinas enlatadas, las caraotas negras (que son una especie de frijol pequeño), las lentejas, el pernil de cochino (cerdo), el queso blanco pasteurizado y la mantequilla figuraban en la lista oficial de los productos que escaseaban en Venezuela para marzo del año pasado, cuando el desabastecimiento se situó en 29,4%. En Colombia no hay escasez, según cifras del DANE, el abastecimiento de alimentos aumentó en 1,05 % en el período comprendido entre diciembre de 2014 y enero de este año.

En Venezuela este índice y la lista actualizada de los productos no se volvió a dar a conocer por las autoridades, cuando normalmente se publicaban mes a mes. Eso sí, los venezolanos no necesitan el dato oficial para saber cuáles son. Es fácil, lo saben porque no los consiguen.

“En el supermercado que estaba cerca de mi casa en Caracas el carnicero renunció. Nunca tenía trabajo porque nunca llegaba carne”, contó Marlen, aguantando el llanto. A sus 54 años vino a empezar nueva vida en Medellín.

“Esto es muy duro porque uno ya está acá y hay de todo, pero allá quedaron mis padres y aunque cuando me vine aún tenían comida, sé que va a llegar un momento en el que tal vez no tengan. Me da miedo de que luego no se consigan los medicamentos que toman diariamente”. Ahí sí lloró.

“Antes de venirme logré dejarles ocho cajitas. Primero compré las dos que me vendían a mí. Luego le fui pidiendo el favor a otras personas. Les daba la plata y ellos iban a la caja, pero resulta que me estaban viendo por las cámaras de seguridad de la farmacia y me dijeron que ellos entendían mi situación, pero que tenía que desalojar el local”. Lloró mucho más. Los medicamentos que les dejó a sus padres les durarán hasta agosto.

Para Marlen García es extraño poder llevar lo que quiera y cuando quiera. En el hermano país sólo pueden comprar cuando les corresponda por su terminal de número de cédula. FOTO EDWIN BUSTAMANTE

Ni una aguja

Adolfo León Zabala se vino de Venezuela en diciembre. Lo que terminó de sacarlo del hermano país no fue el no conseguir alimentos. No, literalmente no conseguía ni agujas.

“Nosotros teníamos una empresa textil. Hacíamos uniformes para empresas. Llegamos a un punto en el que si conseguíamos las telas, entonces no conseguíamos las agujas”, dijo. Tomo aire para evitarlo, pero no lo logró. A este señor de 40 años de edad, padre de dos hijos, se le quebró la voz y lloró.

“Salir de Venezuela fue como escapar de un campo de concentración. Con tal de ser libre uno hace el esfuerzo. Al menos no nos toca lanzarnos al mar como los cubanos”, dice resignado.

Don Adolfo hizo el esfuerzo de traer por tierra once de las máquinas que tenía en Venezuela. Las trajo en bus, en cuatro viajes.

“Me expuse a la extorsión de la Guardia Nacional venezolana en la frontera. En uno de los viajes me dijeron: ‘nos paga con toda la plata que tiene o le decomisamos todo. Tome en cuenta que le falta un retén. Ahora no vaya a ir a decir allá que no tiene cómo pagar porque nosotros le quitamos todo. Es más, tome 10 bolívares para que tenga algo”, contó. En Caracas, 10 bolívares solo sirven para pagar un pasaje en buseta.

Como todo venezolano recién llegado habla de la experiencia del supermercado. “Uno como hombre trata de no pararle a eso. Mi esposa sí. Cada que veía comida se ponía a llorar. La primera semana hicimos demasiado mercado y luego nos dimos cuenta de que debíamos dejar la compulsividad. Aquí la comida no se acaba”, contó.

Ahora vive en Medellín con su señora y sus dos hijos, de 14 y 16 años. Montó un puestico de perros calientes en Prado. Trabaja hasta las 2:00 de la mañana. “En Maracay -ciudad a 100 kilómetros de Caracas- tenía que cerrar el negocio a las 4:00 de la tarde por la inseguridad”, dice riéndose, tal vez por no volver a llorar.

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EL COLOMBIANO 

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