Como cualquier sala de espera, la entrada de la Asociación Israelita de Venezuela es un espacio para el cotilleo. El tiempo pasa mientras se aguarda por la diligencia y tres mujeres maduras coinciden en el tema inevitable de estos días: la migración. ¿Cuándo te vas? ¿Ya tus hijos se fueron? ¿Cómo les va? ¿En dónde están? “En Panamá”, coincidieron un par de ellas. De ahí en adelante se sucedieron unas cuantas historias de tranquilidad y bienestar. La única objeción que hubo fue cuando la tercera mencionó que uno de sus hijos estaba en Bogotá. “Allá es más difícil porque no hay comunidad”, le respondieron.
En Venezuela sí la hay o había. Un nuevo éxodo, sin Moisés rebañando los pasos, la desarticula, descoyunta. Se nota en las escuelas y en sus clubes. Hasta hace pocos años la matrícula de primaria del colegio Moral y Luces Herzl-Bialik, ubicado en Los Chorros, rondaba los 1.000 niños. El número cayó estrepitosamente para el año escolar que comenzó en 2014, con 350 estudiantes. La historia no fue distinta para el período lectivo 2015-2016, cuando la cifra descendió a 270. Preocupan las aulas vacías y el destino de una infraestructura escolar diseñada para atender a 2.000 alumnos.
Nadie en la comunidad se atreve a lanzar un número sobre el total de hijos de Israel que hubo en Venezuela y los que ahora quedan. “Los judíos no se cuentan. No hay un censo. Es irresponsable dar una cifra, pero la percepción que hay es que en los últimos 10 o 12 años se ha marchado más de 50%”, afirma David Bittan, abogado y expresidente de la Confederación de Asociaciones Israelitas de Venezuela (CAIV). Aquí, varias generaciones de una familia lograron sentarse un viernes en una misma mesa de shabat; pero las dificultades para conseguir empleo, la inseguridad y la escasez de alimentos y medicinas los afectan como a cualquiera. Los judíos sienten la patria como suya, aunque la revolución quebró la paz que los acompañó desde esos primeros y escasos asentamientos en Venezuela en tiempos de la Colonia hasta las grandes afluencias migratorias luego de la segunda guerra mundial —asilo incluido.
Maor Malul se cuenta entre los que pusieron un océano de distancia. Se marchó hace tres años, cuando contaba con 37 en el candelario. Al momento de emigrar tenía un buen empleo como Ingeniero Informático; pero una gota colmó el vaso. Es de Barquisimeto y en Caracas vivía alquilado en un apartamento en La Florida. Una tarde de abril de 2012 iba subiendo desde Sabana Grande a su casa por la calle Negrín y una mujer mayor, ataviada con un chaleco bordado con las siglas de la estatal petrolera PDVSA, comenzó a perseguirlo, gritándole groserías. Malul primero intentó ignorarla, hasta que la persecución fue inaguantable.
— ¿Qué le pasa?
— Judío de mierda, vete de aquí—fue la respuesta.
A Malul se le identifica porque siempre lleva kipá. El insulto no fue suficiente: la mujer se le encimó, intentó golpearlo y lo escupió. “Tuve la suerte de que una chama, cristiana evangélica, iba pasando. La muchacha llegó, empujó a la señora y me dijo que corriera”. El ingeniero hizo caso y corrió más allá de nuestras fronteras. Apenas llegó a su casa llamó a la Agencia Judía, pidió una cita y nueve meses después, en enero de 2013, se mudó a Israel.
No era la primera vez que lo atacaban por sus creencias religiosas. En 2009 hubo un primer episodio, también vinculado a una agencia estatal, esta vez el Seniat. Su abuela falleció y debió viajar a la oficina de administración tributaria para resolver la sucesión. En cuatro oportunidades tuvo que trasladarse de Caracas a Barquisimeto porque siempre faltaba un recaudo. Cuando pidió los requisitos por escrito para evitar una nueva visita infructuosa, le respondieron: “Yo no sé en el país de ustedes, pero acá no es así”.
Dice que fue como “echarle agua a un gremlin”. La funcionaria tenía las copias de la cédula de Malul, sus padres y su abuela. Todas con el encabezado de Venezuela; pero otra vez se encontró con una respuesta desafortunada: “Esa cosa que usted tiene en la cabeza, eso no es de aquí”. Al final, debió ser atendido por otra persona. “Creo que es algo que viene desde instancias gubernamentales. En el centro de Barquisimeto nadie se metía conmigo, y antes de eso nunca, nunca enfrenté maltratos. Es una cosa desde las altas esferas. El común del venezolano no es antisemita”, defiende.
El primer bocinazo gubernamental contra la comunidad judía en Venezuela sonó en 2004. Sin importar que hubiese más de 1.000 niños, con sus respectivos representantes, una comisión del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) allanó las instalaciones del colegio Hebraica Moral y Luces y el Club Social Hebraica buscando explosivos o armas supuestamente relacionados con la muerte del fiscal Danilo Anderson. No encontraron nada. Volvieron a allanar el club en la madrugada del 2 de diciembre de 2007, mismo día del referéndum constitucional, de nuevo buscando armas, aunque sin especificar cuál averiguación se vinculaba a la pesquisa. Dos años más tarde, el 6 de enero de 2009, el entonces canciller Nicolás Maduro expulsó y declaró persona no grata al embajador de Israel en Venezuela y menos de un mes después, el 30 de enero, un grupo de hombres armados profanó la sinagoga Tiféret Israel, ubicada en Maripérez y la más importante de Caracas. Y como colofón a la seguidilla de ataques, el fallecido Hugo Chávez, el 2 de junio de 2010 soltó la siguiente exclamación: “Condeno desde el fondo de mi alma y de mis vísceras al Estado de Israel; ¡maldito seas, Estado de Israel!”.
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