Hace un cuarto de siglo que murió Freddy Mercury, pero aún vive entre nosotros, pues al escuchar sus canciones no podemos evitar que la magia de su voz nos envuelva en un halo mágico. Mercury encontró en esa muchedumbre que lo aclamaba el antídoto a su dolor. El éxito lo anestesiaba, era feliz en el escenario. Sabía que no lo disfrutaría por mucho tiempo y prefirió que el show continuara. Al igual que muchos seropositivos, solo cuando sintió que desfallecía, que había llegado el final y le quedaban 24 horas de vida, recién reveló al mundo que tenía sida.
DORA FERNÁNDEZ / EL NUEVO HERALD
Seguramente que luego de saber su enfermedad, su existencia fue difícil, pero su coraje fue superior y le permitió hacer esa elección. Era un ser talentoso y sensible que indudablemente temía enfrentarse a la discriminación. Porque en aquellos tiempos, cuando alguien contraía este mal, de inmediato se convertía en una persona indeseable.
El cantante estaba debilitado. El frenético ritmo de vida a que sometió su cuerpo logró aniquilarlo, sabía que moriría.
Prefirió dejarnos un legado. Aunque él ya no esté, el 1 de diciembre, aquellos que perdieron un ser querido con vih, lo recuerdan como un ícono. Mercury se convirtió en una leyenda que con su voz y silencio nos habló de lo que significaba vivir con sida.
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