El Presidente Obama llega a Cuba en busca de un legado. Cuba lo recibe en busca de legitimidad política y viabilidad económica. Una perfecta comunidad de intereses. La famosa frase de Lord Palmerston sobre amistades e intereses en política exterior tiene en esta conexión Washington-La Habana su perfecta actualización.
Bueno, casi perfecta. Porque a Obama lo mueve la búsqueda de un legado personal y a Cuba los intereses de un régimen, aunque no se puede negar que detrás de Obama, en interesante amalgama, corren hacia La Habana, física o figuradamente, una mezcla de sectores muy poco afines, como los intelectuales de izquierda y las cadenas de hoteles, los conglomerados de telecomunicaciones y las compañías aéreas, entre otros capitalistas. También del lado cubano hay una aleación curiosa de voluntades, pues lo que interesa al régimen dictatorial despierta a la vez entre sus sufridas víctimas unas expectativas, acaso desmedidas, de venturas inmediatas.
Hay que entender algo que mucha gente olvidó durante la primera administración Obama: que el mandatario tuvo siempre entre sus planes pactar con los Castro y “normalizar” relaciones (para usar el verbo de moda). Aunque nunca fue en esto tan explícito durante su campaña electoral de 2008 como lo fue con respecto, por ejemplo, a su intención de llegar a un acuerdo diplomático con Irán sobre armas nucleares y mucho más, sí llegó a hablar de su disposición a tener contacto con Raúl Castro y de la inutilidad del embargo como palanca democratizadora. Tardó -como en otros asuntos- en actuar, pero apenas sintió que tenía la cobertura política, entrada ya su segunda administración, lo hizo. De allí el anuncio de diciembre de 2014 sobre las relaciones diplomáticas con La Habana.
El legado de Obama es pobre; está muy por debajo de lo que un hombre de su ambición, intelecto y temperamento quisiera. En política interna, dirá él y dirán de él quienes concuerdan, que su intervencionismo fiscal e, indirectamente, monetario salvó al capitalismo. Dirán también que empezó con él la recuperación tras la debacle de 2008. Pero todos saben -él lo intuye- que en esto hay exageración y que el país no ha superado ese trauma del todo. Por tanto Obama busca un legado exterior. Allí el palmarés es también mucho menor del que el Presidente y los suyos quisieran. El acuerdo del cambio climático de París no tiene una traducción clara en los hechos y el liderazgo estadounidense es debatible (independientemente de la conveniencia o no de las medidas que se quieren adoptar); el acuerdo con Irán para detener el programa nuclear es de incierto pronóstico y sólo sabremos en unos años si fue un repliegue táctico de parte de Teherán o un giro histórico hacia la paz.
El gran legado de Obama hubiera podido ser el éxito de la Primavera Arabe y quizá, en ese contexto, el inicio de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. Pero fracasó la Primavera Arabe. En los otros dos grandes asuntos -China y Rusia- ni siquiera hay un legado. Lo que hay es, en el primer caso, una dinámica que venía de atrás y nadie puede desde la política exterior parar o modificar, y en el segundo, un aprovechamiento por parte de Putin de la reticencia de Obama para afirmar el poder estadounidense.
Todo ello, pues, da a Cuba el significado desproporcionado, en la agenda exterior de Obama, que es noticia en estos días alrededor del mundo. Cuba es parte del legado que elude a Obama en otros ámbitos.
No hay comparación entre el viaje de Nixon a China en 1975 y el de Obama a Cuba hoy. Aquel fue el encuentro entre dos potencias en plena Guerra Fría entre Washington y Moscú, y tuvo consecuencias planetarias. En cierta forma sentó las bases para el clima de la relación bilateral una vez que, apenas tres años después, se inició la gran reforma del sistema comunista que hizo despuntar a China como potencia emergente. También permitió a Estados Unidos acabar de “partir” en dos al mundo comunista, aunque estaba ya bastante partido, de tal modo que nunca hubiera un frente unido contra Washington. A su vez, esa distensión facilitó, durante décadas, que la presencia estadounidense en el Asia, donde Washington tiene aliados a los que estaba obligado a proteger, estuviera exenta de grandes sobresaltos.
Lo de Cuba tiene dimensiones e implicaciones mucho más modestas. Y no está claro todavía si Obama está contribuyendo a sostener al régimen más allá de lo que sus propias fuerzas le permitirían sostenerse sin esta “normalización” o si, por el contrario, está ayudando a socavarlo aun más.
De lo que no cabe duda es de las intenciones del régimen que recibe a Obama y que no son las de una transición a la democracia. Raúl Castro acabará su gobierno en 2018 pero tiene todo atado y bien atado, como decía Franco en España, para que el sucesor prolongue la dictadura. Raúl Castro fue siempre un admirador del modelo chino -capitalismo con partido único y fuerte presencia del régimen en los negocios- y entiende que el actual contexto, el de una Venezuela, su sostén financiero, que hace agua por todas partes, lo obliga a buscar dinero en Estados Unidos.
En otros tiempos, el costo político del viaje de Obama a Cuba hubiese sido demasiado elevado para su partido, especialmente en vísperas electorales. No olvidemos que la dictadura sigue encarcelando gente -hubo más de 2.500 arrestos de naturaleza política en 2015- y que, salvo levantar restricciones a la salida del país, al uso de celulares, al ingreso en los hoteles y a la apertura de pequeños negocios, los Castro no han devuelto al pueblo la libertad. Sucede que en Estados Unidos hay un creciente consenso entre izquierda y derecha sobre la inutilidad del embargo y la necesidad de dejar atrás medio siglo de hostilidad. Tan es así, que los dos candidatos que lideran la carrera por la nominación de sus partidos -Hillary Clinton y Donald Trump- están a favor de ampliar los lazos con Cuba sin la condición democrática. Los sectores opuestos existen y se dejan oír, pero no tienen el peso de antaño. Ni siquiera en la Florida, donde la opinión está dividida según de qué zona hablemos, de qué generación de exiliados de trate, etc.
Para Raúl Castro -a pesar de que sigue pidiendo el fin del “bloqueo” y la devolución de Guantánamo- las concesiones de Obama son ya un triunfo político. Ha logrado que su visitante estadounidense retire a Cuba de la lista de Estados terroristas, que se permita a los cubanos realizar transacciones pasando por el sistema financiero estadounidense, que se amplíe el número de viajes de estadounidenses y que algunos capitalistas metan el pie en la isla. Por lo pronto ya están permitidos unos 20 vuelos charter diarios y la concesión se multiplicará por cinco de acuerdo con las nuevas disposiciones. La cadena de hoteles Starwood ya está iniciando contactos para asociarse con el Estado cubano -la condición para invertir en la isla- e iniciar operaciones en un futuro no lejano. Y así sucesivamente.
Es harto difícil no interpretar que todo esto constituye para Raúl Castro un éxito político si se tiene en cuenta que el pluralismo político y la participación de la sociedad civil en la vida pública al margen -o en contra- del gobierno brillan por su ausencia. Lo que hay, más bien, son las cotidianas palizas a los grupos pequeños que osan desafiar este estado de cosas, empezando por las heroicas Damas de Blanco, a las que Obama ha enviado una carta de reconocimiento pero que siguen bajo presión constante.
Nadie espere, a pesar de que la administración Obama ha anunciado que tomará contacto con diversos sectores, que haya grandes acontecimientos relacionados con la muy mediatizada Resistencia democrática. Lo que habrá, ya sea una reunión grande donde se diluyan los demócratas o contactos discretos sin repercusión, servirá más para poder decir en Washington que Obama no se olvidó de las víctimas que para dar a sus representantes y a los demócratas de la isla un respaldo decidido que ayude a llevar a la práctica la promesa de que la “normalización” diplomática traerá venturas a los cubanos.
Desde Jimmy Carter, la política estadounidense en el exterior tenía un componente principalísimo relacionado con los derechos humanos. Algunas administraciones le daban mayor o menor importancia, y no todas coincidieron en la manera de propugnar valores de esta índole en sus tratos con regímenes impresentables. Ese componente, en el caso de Cuba, era una presencia constante, aun cuando algunos gobiernos estadounidense tomaran contacto con La Habana para resolver asuntos puntuales (por ejemplo la crisis del Mariel en 1980 o la crisis de los balseros que acabaron en Guantánamo durante el gobierno de Clinton). Obama ha hecho una apuesta audaz abandonando esa dimensión de la política exterior en aras de un objetivo idealista cuya realización escapa por completo a su control: que la democracia llegue a Cuba por contagio gracias a los intercambios que se dan desde el anuncio de finales de 2014.
Hay un debate no resuelto sobre si la apertura económica trae democracia o no. El orden de los factores en algunos países asiáticos como Corea del Sur fue ese y en otros, como los de Europa Central, fue el inverso. En su famoso libro Tercermundismo, Carlos Rangel reseña la forma en que los burgos fueron primero espacios económicos y luego, a consecuencia de la actividad privada, espacios de creciente libertad política en los que las asambleas representativas iban adquiriendo dimensiones democráticas. Pero esa constatación histórica no implica que en todos los casos y contextos históricos las cosas sucedan de la misma forma, sobre todo si quien tiene las riendas es muy consciente de los “riesgos”.
Por eso es difícil pronosticar hasta dónde llevará Raúl Castro -y quien lo suceda en 2018, suponiendo que aquello no se desmorone antes- la apertura económica. Lo más probable es que el régimen trate de cuadrar el círculo: avanzar hacia una economía abierta al mismo tiempo que se mantiene la dirección y conducción detallada del proceso para evitar que el surgimiento de poderes económicos ajenos al Estado dé pie a espacios de sociedad civil independientes y amenazadores. Pero, precisamente porque esa es la cuadratura delcírculo, el régimen podría calcular mal y abrir las cosas más de la cuenta hasta que un día el proceso ya no sea reversible, o no abrirlas nunca lo suficiente como para lograr, en dimensiones cubanas, o sea mucho más pequeñas, el efecto benéfico que han tenido las reformas económicas en China.
Unos 45 mil cubanos pidieron asilo en Estados Unidos el año pasado, cifra alta en comparación con la del año anterior. Esto, en el primer año de la “normalización”. Quiere decir que el escepticismo es por lo menos tan grande como el optimismo al interior de la isla. Y ese sabor agridulce, ese claroscuro moral, es el que signa la visita.