No es la primera ni seguramente será la última vez que una revolución arranque con bríos mesiánicos y anunciatorios y termine arrastrándose en el fango. De las socialistas, inventadas por el alemán Carlos Marx, no se ha salvado ninguna. Y la única que sobrevive, la china, lo ha hecho tirando al basurero todas la aseveraciones seudo científicas incorporadas al canon de las revoluciones proletarias en 1848, año del bautismo londinense del Manifiesto Comunista. Todas cuyas predicciones pecaron de ingenuas, ilusas o atrabiliarias. De Cuba y Corea del Norte, dos esperpentos tercermundistas que pertenecen al museo de la infamia, ni siquiera vale la pena ocuparse. Cuba ha vivido del chantaje y la caridad ajena. Corea del Norte, encapsulada en una burbuja de cristal, como el príncipe durmiente.
La venezolana ni siquiera alcanzó a entrar al catálogo documental de los socialismos marxistas. Fue un aborto de la naturaleza, un feto ideológico de segunda mano prestado por otro alemán, Hans Dieterich, el “socialismo del siglo XXI”, un vulgar asalto populista al petro estado, una pesadilla de una noche de un largo verano en el que se entremezclaron el pandillerismo mafioso de la marginalidad sociopolítica caribeña – el así llamado castro comunismo – , el militarismo corrupto y desalmado surgido como seña de identidad cultural con las montaneras libertadoras del siglo XIX y la absoluta carencia de densidad cultural y antropológica de un pueblo que tras dos siglos de República aún hoy, en el 2016, no ha cuajado su propia personalidad histórica: esa crisis de pueblo de que se quejara con amargura Mario Briceño Yragorri en medio de la última dictadura del siglo XX, la de los generales y acompañantes civiles de Marcos Pérez Jiménez. Una joya modernizante comparada con este carnaval de la estafa.
De todos los factores mencionados que siguen atentando contra la existencia y conformación de una república liberal democrática a que tendríamos las mejores condiciones y un perfecto derecho, el más grave y de más difícil resolución sigue siendo el diagnosticado por Briceño Yragorri: la crisis de pueblo. Sólo un pueblo que no se reconoce en el espejo de su confusa identidad, que ni conoce ni ha metabolizado su propia historia, que carece de los más elementales instintos de sobrevivencia patriótica, ha podido tolerar que un ágrafo y funambulesco oficial de sus fuerzas armadas, además de dar un golpe de Estado felón y miserable, se haya apoderado del Estado, con todos los símbolos republicanos y las inmensas riquezas de su territorio para entregárselos llave en mano a unos tiranos de una isla del Caribe, satrapía colonial en tiempos en los que Venezuela regaba con su sangre los territorios liberados de cinco repúblicas, que fuera odiada por los dos libertadores de Venezuela: Bolívar y Sucre. Una colonia ascendida a república gracias a las fuerzas armadas norteamericanas, que prefirieran “independizarla” a cañonazos antes que adquirirla a precio de gallina flaca, como llegara a pensarse a mediados del Siglo XIX mediante una transacción del Citibank y un grupo de inversionistas cubano norteamericanos con la corona española.
Ello explica que tal como lo escribiésemos en marzo de 2015,[1] implosionado el chavismo por la muerte de su partero y la baja de los precios del crudo – por ninguna otra razón, que hasta el momento de su muerte continuaba siendo el amo y señor de esta pobre provincia usurpada – la eventual resolución de la crisis, que ya alcanza niveles de crisis humanitaria y amenaza con la disolución de la República y un apocalíptico desenlace, se halle en manos de fuerzas ajenas a Venezuela misma: “la gravísima crisis venezolana no se dirimirá en Caracas ni sus factores esenciales son los que aparentemente se enfrentan sobre el terreno. Ella se dirimirá en el tablero que acuerden Washington y La Habana.”
Ni Washington ni La Habana, a quienes se había sumado el Vaticano luego de la visita del papa Francisco a los hermanos Castro, imaginaban a esa fecha que la crisis venezolana se aceleraría y adquiría una dimensión de extremas urgencias, escapándoseles de las manos tanto por la gravedad alcanzada por la situación socioeconómica – desabastecimiento crónico y una inflación descomunal, que ya ronda el 800% – y el derrumbe estrepitoso del respaldo popular al gobierno títere de Nicolás Maduro. Cambio de 180% en la situación política, traducida en la resonante victoria electoral de la oposición en diciembre de ese mismo año. Un giro copernicano del que vivimos las zozobras.
Dicha victoria abrió la perspectiva concreta de una resolución de la crisis a corto plazo, estrictamente política, pacífica y constitucional, dada la inesperada mayoría calificada de la Asamblea Nacional, y la disposición sobre todo un andamiaje de medidas constitucionales como para ponerle fin al régimen títere de Nicolás Maduro. De una manera ejemplar: política, civilizadamente.
En rigor, una situación de extrema gravedad, una crisis política pre revolucionaria, que ponía al régimen al borde del descalabro y situaba a la dirección de la MUD ante la posibilidad inmediata, objetiva y concreta de pasar a la ofensiva en todos los frentes, particularmente en el frente de masas, como para imponer una salida del mismo orden del que resolviera una situación semejante el 23 de enero de 1958: el desalojo del régimen. Pero se estaba ante una situación política objetiva para la cual la oposición no se encontraba subjetiva, estratégica y tácticamente preparada. Se verifica un cuadro pre revolucionario, insurreccional, con un liderazgo incompetente e incapaz de asumir las consecuencias prácticas. Es cuando, a pesar de la aparente disposición inicial de Maduro a aceptar el triunfo opositor en toda su amplitud, como se lo reconocería en un encuentro privado celebrado inmediatamente después de las elecciones del 6 de diciembre al ex presidente colombiano Andrés Pastrana, sostenida en el Palacio de Miraflores, los factores hegemónicos del régimen – desde La Habana hasta el PSUV y desde el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas a los llamados “colectivos” – deciden negar toda posibilidad de entregar el Poder, desarrollan una táctica confrontacional
– un Tribunal Supremo espurio con la función de anular la existencia y legitimidad de la Asamblea Nacional, incluso su disolución – y fuerzan un enfrentamiento del todo por el todo contra una oposición estructural, psicológica, política y existencialmente incapacitada para responder a la altura del envite: mediante la movilización popular de un pueblo indignado y pronto a estallar con una insurrección popular de consecuencias imprevisibles. Como apenas se insinuara con la revolución de febrero del 2014, que pusiera al gobierno títere entre la espada y la pared, removiera la conciencia internacional, fuera respondida con el asesinato de medio centenar de jóvenes y terminará en el primer diálogo de la traición. Una perspectiva, que por sus eventuales consecuencias revolucionarias habrá provocado el espanto del Departamento de Estado y de la cancillería vaticana, ni siquiera sería considerada por la MUD y su dirigencia, dando espacio, una vez más, al fortalecimiento de la estrategia “del guaraleo”, en la que el chavismo se ha mostrado experto desde la crisis del 2002: dar largas y enredar a las fuerzas opositoras en sus redes, el guaral estratégico del castrocomunismo militarista venezolano. Que le ha permitido mantenerse aferrado al Poder durante largos diecisiete años, correr la arruga de su entronización de elección en elección, de fraude en fraude, de engaño en engaño.
La extrema ambigüedad opositora, las contradicciones internas que dividen sus fuerzas, y la decidida acción golpista y confrontacional del madurismo, han provocado un impasse aprovechado por los socios del gobierno títere para introducir la cuña del diálogo, mediante la puesta en acción de sus agentes de la Internacional Socialista, de gran influencia en el seno de las fuerzas social democráticas opositoras. Pretenden con ello negociar una salida a la crisis con el objetivo de postergar el fin del régimen hasta las elecciones presidenciales del 2019 y avanzar, tal como lo señaláramos en el artículo mencionado, hacia una transición compartida.
¿Constituye esta nueva yunta de gobierno cívico militar Maduro-López Padrino la punta de ese iceberg negociado con exclusión de la sociedad civil venezolana y algunas de sus fuerzas políticas? ¿Se impondrá la no realización del revocatorio y, con ello, la estabilización del régimen, vale decir: un madurismo sin Maduro? ¿Transitamos solapadamente hacia una dictadura militar? El tiempo y la crisis lo dirán. Si la oposición no toma mayores cartas en el asunto, el chavismo sin Chávez volverá a salirse con la suya. El guaraleo continuaría con el control de la situación. A no ser que la dimensión de la crisis rebalse los cauces y la indignación popular se lleve al toro por los cuernos.
Amanecerá y veremos.
@sangarccs
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