Que la unidad es un bien indiscutible y la unidad perfecta un desiderátum, debería ser un conocimiento universalmente admitido. Máxime en situaciones de crisis de excepción, en la que los dos vectores que disputan por el Poder lo hacen bajo criterios de guerra a muerte, vale decir: cuando a uno de ellos le va su modo de vida en el combate y su derrota implica la desaparición de su civilización y su cultura. Y el triunfo de la barbarie.
Asombra que en Venezuela, por lo menos en lo que respecta a las fuerzas opositoras que, teóricamente, luchan por la sobrevivencia de su modo de vida, ese predicamento no muestre mayor conocimiento ni adhesión. En Venezuela no se entiende por unidad opositora la creación de un bloque compacto de ideas y creencias, una disposición unívoca y homogénea en defensa de los principales valores que se defienden y ni siquiera se les considera al nivel de trascendencia que se debiera.
La unidad opositora consiste en lograr acuerdos puntuales para enfrentar circunstancias principalmente electorales, vale decir: para defender los propios intereses en el disputado mercado del poder público. Siempre ha estado subordinada al máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo y no se traduce ni en una estrategia común ni en un objetivo común: los partidos se unen a otros partidos para maximizar sus logros. El país no es más que el escenario en que se desarrolla ese combate. Jamás trasciende al primer plano de las preocupaciones y determina la necesidad de esa unidad, el objetivo de esa unidad, los propósitos generales de esa unidad. En Venezuela no se lucha por la Patria.
Contrasta violentamente ese criterio unitario, diverso, parcializado y esencialmente egoísta, individualista con el criterio unitario que blinda un acuerdo colectivo, de tipo sectario, tribal, incluyente, de vida o muerte que caracteriza a la unidad de los factores castrocomunistas. Que, precisamente forjados en esa forma de pacto mortal, han logrado hacerse con el poder y mantenerlo más allá de las graves crisis por las que ha atravesado. Y constituye una falacia de marca mayor salir en defensa de esa falta de cohesión interior y ese fardo de contradicciones e intereses contrariados atribuyéndolos a la naturaleza democrática y diversificada de la ideología libertaria. Si así fuera, la unidad en defensa de la libertad carecería de toda potencia. Sería, por la naturaleza liberal misma de nuestros principios, una unidad impotente, caótica, imperfecta y condenada al fracaso. Recuérdese el dramático llamado de Churchill a la unidad nacional contra el nazismo. Ese fue un llamado unitario.
La diferencia entre la dictadura y la democracia no estriba en la fuerza interior de la cohesión: radica en la naturaleza del acuerdo que lo determina. Si valoramos la libertad por encima de todos los otros valores de la cultura, unirse en su defensa acarrearía la necesidad de aportar con los mayores sacrificios, incluso con la vida misma. Y la decisión y la voluntad consiguientes de dejar de lado toda otra consideración para poner todos nuestros esfuerzos en su defensa. La democracia no es un arcoíris de colores: es un sol radiante.
Tras diecisiete años militando en las filas opositoras, primero desde la Coordinadora Democrática, a título de miembro de la sociedad civil, sin partido, y luego acompañando al alcalde metropolitano Antonio Ledezma, puedo dar fe de que esa forma de unidad, una pasión vital en defensa de la democracia venezolana, la de Punto Fijo, que otra no hemos conocido los venezolanos, no ha determinado jamás el comportamiento de las fuerzas políticas que, tras los diversos partidos – de ideologías indiferenciadas y más atados a intereses y proyectos de ambiciones personales que a una causa verdaderamente común y suprapartidista – ha dado forma al bloque opositor. Sin necesidad de mencionarlos, sólo un cínico podría afirmar que los intereses e ideales de un adeco coinciden con los de un justiciero o un copeyano y que a todos ellos los une un común e indiscutible interés por salvar la democracia antes que su propio partido o una particular forma de gobierno. Sin excepción ninguna, los secretarios generales de los principales partidos son todos candidatos presidenciales in pectore. Adversarios secretos. Auscultan la realidad y miden sus acciones en función de colocarse en un puesto privilegiado ante la conquista y el asalto del poder. Y no manifiestan el menor interés de sacrificar esas aspiraciones en función del bien común.
Esa unidad se encuentra permanentemente subordinada a la necesidad de la propia sobrevivencia.
De ninguna manera a la sobrevivencia del colectivo. Que todos dichos factores menosprecian. Desde la derrota de la democracia, todos los partidos que sobreviven al implacable asedio y acechanza de las fuerzas dictatoriales apuestan a su propia acumulación de fuerzas y utilizan y malversan la unidad en función de dichos fines. Resultaría demasiado doloroso enumerar los ejemplos en los que las máximas autoridades han impuesto brutalmente sus propios afanes e intereses por sobre el interés colectivo. Llegando al colmo de observar pasivamente los ataques que líderes de otras fuerzas han recibido de las fuerzas dictatoriales en el secreto convencimiento de sus conveniencias. Si la cárcel que sufren algunos líderes no beneficiara los propósitos egoístas de los jefes de otras agrupaciones, la lucha por su libertad hubiera tenido éxito. Así entristezca reconocerlo, nuestros presos políticos más destacados sirven a los intereses egoístas de sus propios compañeros de lucha. ¿Es la misma lucha? ¿Persigue los mismos fines? ¿Sirve a todos por igual? Permítanme expresar mi más convincente duda.
En esa desunión esencial, visceral, de principio que desarticula los afanes libertarios radica la principal fuerza de la dictadura. Su fortaleza le es ajena: profita del grave egoísmo de quienes debieran defender la libertad. En el interior de la cual diferencias tan sustanciales como las que pueden imperar entre partidos opositores y sus máximas dirigencias en su pugna por apuntarse a ganador podrían acarrear, incluso, la muerte. Pues lo que en el bloque opositor se considera legítima expresión de una sana diversidad, en el bloque dictatorial constituye muestra de traición imperdonable.
Como ha quedado demostrado en cada circunstancia crucial, la unidad perfecta tras un mismo objetivo es un imposible. Para llegar a acordar cualquier forma unitaria, han debido satisfacerse previamente ambiciones e intereses contradictorios y excluyentes entre si. ¿No es aberrante que un candidato a primarias en una medición presidencial invierta millones y millones de dólares para imponer su matriz? ¿Qué otros traicionen de manera aviesa y absolutamente contraria a los intereses nacionales a quienes representaban de la forma más coherente y perfecta la ideología y la tradición partidista, prefiriendo respaldar a quien despreciaban por mediocre e inculto? ¿Y todo por impedir cualquier forma de competencia con su propio poder partidista?
Esa situación ha hecho implosión. Mientras la nación sufre los embates de una brutal crisis humanitaria. La República agoniza. El máximo logro de esa concepción unitaria, partidocrática y excluyente, la conquista de la mayoría asamblearia, no fue capaz de afrontar la voluntad dictatorial y desquiciada de las fuerzas castrocomunistas por carecer de una estrategia común, una voluntad común y una dirección común. Su máximo logro fue su máximo fracaso. Sentarse a llorar por este ominoso fracaso debido a nuestra propia incompetencia e incapacidad – constituir un comando central, disciplinado, patriótico y nacional a nuestro combate por la libertad y el desalojo de la dictadura – no tiene el menor sentido. Es la hora de extraer las debidas consecuencias y cortar por lo sano. Más vale asumir las diferencias y proceder con formas unitarias alternativas que insistir en preservar una unidad traicionera y mal habida. Es la hora de aclarar los propios intereses y proceder en consecuencia. Es la hora de una verdadera unidad patriótica. El pueblo nos respalda. @sangarccs