Los colombianos han dado un ejemplo de cultura política que ya quisiéramos poseer los venezolanos, arrastrados por el cieno de una intolerable dictadura. Que ya nos cuesta en 17 años tantos muertos como los sembrados por las FARC en más de medio siglo. Y una nación devastada, como no lo está nuestra hermana Colombia tras medio siglo de guerra. Con unas fuerzas armadas ejemplares, que jamás se rindieron.
Hay plebiscitadores que creen plebiscitar más que otros: desde luego, los que votaron por el SÍ parecían convencidos de que les asistía la razón de la razón, aquella que no les asistía de ningún modo a los del NO, que, a juzgar por los editorialistas de los principales medios del planeta parecían amenazar con la sinrazón pura. Un comedido tratamiento mediático adornó de todos los encantos la decisión más lógica y elemental del mundo: votar por la paz. Vale decir: votar por la bondad. Votar por el entendimiento. Votar por el acuerdo. Votar por el abrazo de los viejos enemigos. ¿Quién, en su sano juicio, puede negar que la paz es un valor absoluto mientras que la guerra es el colmo de todas las calamidades y desventuras? Nadie, en su sano juicio. El problema surge cuando se plebiscitan dos términos solo formalmente antinómicos, aunque en verdad perfectamente engañosos. Y el domingo 2 de octubre a los colombianos no se les dio a escoger entre la paz o la guerra, sino entre aceptar o rechazar un acuerdo de paz preestablecido sin consideración del ciudadano votante. Y ese, ya es definitivamente, otro cantar. Así los indignados siístas consideren que quien no aceptaba los términos de ese entendimiento no quería entendérselas. Lo que es, literalmente, tomar el rábano por las hojas.
Al leer las columnas de opinión de los medios más prestigiosos de Hispanoamérica sale a flote la indignación de los siístas. Reclaman sentirse traicionados: los del NO les aguaron la fiesta. El pasado domingo se levantaron a votar en familia, emitieron su boleta por el SÍ, se fueron felices a almorzar luego del deber cumplido y a los postres recibieron un balde de agua fría: había triunfado el NO. Es tan profundo el dejo de tristeza que emiten algunos editoriales, como por ejemplo el de El País, de Madrid de ese inesperado comienzo de semana, que cabe imaginar si a su redactor no se le vino el mundo al suelo al recibir los resultados. ¿Cómo comprender un rechazo tan extendido, porfiado y profundo a la que parecía ser una oferta de temporada absolutamente irresistible? Las FARC deponen las armas, se desmovilizan, alivian de una vez y para siempre todos los territorios que han ocupado, ensangrentado y colonizado durante 52 años y juran no volver a apretar un gatillo, hacer saltar una esquirla, mantener encadenado por años a un ser humano, secuestrar a un semejante, violar a jóvenes campesinas obligándolas a abortar, lanzar una bomba artesanal sobre la inerme y humilde población colombiana a media cuadra del Palacio de Nariño, sembrar minas antipersonales, asesinar a mansalva y con alevosía, adosando bombas en vehículos de transporte, asesinando desde motocicletas rasantes a soldados y transeúntes, etc., etc., etc. ¿Y no aceptarles la parada?
Tanta ha sido mi sorpresa al leer a algunos de los columnistas colombianos invitados de honor por el Grupo Prisa, que me siento tentado a parafrasear al evangelista y preguntarme si la paz se hizo para el hombre o el hombre para la paz. ¿O es que la paz no es el medio para construir el futuro, así el futuro sea el medio que se resiste a construir la paz?
La sorprendente e inesperada victoria del NO, así haya sido por milímetros, pero absolutamente definitorios en una democracia ejemplar que ha vivido este domingo uno de sus momentos de mayor fulgor y relieve en la historia moderna de Colombia, lejos de desfigurar el desafío y entorpecer el futuro, lo aclara y lo pone en el centro de las preocupaciones políticas colombianas más urgentes. Ya se conoce la dimensión del envite y el sentir de las mayorías. Y la decisión de Santos de reunirse con sus predecesores Álvaro Uribe y Andrés Pastrana para intercambiar pareceres y ver cómo salir del impasse obteniendo lo mejor para los colombianos, no puede ser más sabio y oportuno.
Si alguien cree que mejor resultado hubiera sido aquel que le hubiera dado una incuestionable mayoría al SÍ, dejando en la frustración y la amargura a quienes se sienten, con la mayor razón y el mayor de los derechos, atropellados por medio siglo de barbarie, se equivoca sin duda alguna. Parear el resultado casi matemáticamente, a pesar de los denodados gastos y esfuerzos del establecimiento porque así no fuera, pone en un mismo nivel y en una misma altura a quienes quisieran dar vuelta la página, tal como ella está, y quienes quisieran pasarla en limpio. Por primera vez, en cuatro años, se sentarán a una misma mesa, en cielo neogranadino. Sin interferencias ajenas ni pretensiones imperiales. Sin el lastre de ajenos intereses. Un desiderátum en tiempos en los que ni el papado ni el Departamento de Estado le hacen asco a las genuflexiones ante el comandante supremo de las fuerzas armadas cubanas.
El amanecer de este domingo nos ha traído un ejemplo de cultura política que ya quisiéramos poseer los venezolanos, arrastrados desde hace casi dos décadas por el cieno de una inmunda dictadura. Que ya nos cuesta tantos muertos como los sembrados por las FARC. Y una nación devastada, como no lo está nuestra hermana Colombia. Es un buen comienzo.
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