Es una pesada factura que tendrán que saldar más temprano que tarde. Pues ese gigantesco caudal de fuerza viva, popular, soberana que se desbordara como un tsunami el pasado jueves 1 de septiembre por las calles y avenidas de Caracas y se manifestara con una virulenta expresión de rechazo a Nicolás Maduro en Villa Rosa no se detendrá hasta conquistar su inalienable derecho: el de vivir en paz, en libertad, en prosperidad. ¿O alguien cree que esta dictadura militar es eterna y no tiene los días contados?

Al Frente Institucional Militar (FIM)
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Llegar a Venezuela aventado por la dictadura de las fuerzas armadas chilenas, ensañadas en una guerra total contra la militancia de izquierdas, y capaces de horrendas prácticas de sevicia, persecución, acorralamiento y muerte de sus reales o potenciales adversarios – poco importan las razones, que la vileza y la inhumanidad de toda violación a los derechos humanos no tienen justificación alguna – me produjo un muy hondo impacto emocional.
La misma noche de mi llegada, el último lunes de junio de 1977, viví la insólita experiencia de compartir con mis compañeros filósofos llegados hacía algunas horas de Europa, los Estados Unidos y Latinoamérica para participar en un Seminario Latinoamericano de Filosofía organizado por el Dr. Ernesto Maiz Vallenilla, él mismo un filósofo de gran renombre, fundador y por entonces rector de la Universidad Simón Bolívar y uno de los más destacados intelectuales latinoamericanos, un muy grato intercambio coloquial nada más y nada menos que con el propio presidente de la República, el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez.

En la conversación estábamos Marco Aurelio García, brasileño, años más tarde asesor de Lula y Dilma, que acaba de ser aventada del Poder, y yo, ambos militantes del MIR chileno, acorralado y en la clandestinidad. ¿Imaginable algo parecido en el Chile del general Augusto Pinochet Ugarte y su feroz dictadura militar, que ya había prácticamente exterminado a los líderes históricos de nuestro partido?

Venezuela – y bueno es recordárselo a ingratos y olvidadizos, y enseñárselo a los jóvenes que recién se insertan en la lucha por la democracia – era por entonces, para las circunstancias reinantes en el resto de América Latina, una ejemplar democracia social, boyante y de una prosperidad inconcebible en cualquiera de los otros países de la región, incluso de la Europa mediterránea, como Portugal, Italia o España.

Foco de atracción para inmigrantes de países vecinos y refugio de los perseguidos por las feroces e inhumanas dictaduras militares del Cono Sur, y desde su misma constitución democrática luego del derrocamiento del general de ejército Marcos Pérez Jiménez y su dictadura militar, la única alternativa político estratégica a las dictaduras de ambos signos, contra las cuales Rómulo Betancourt empuñó a riesgo de su vida la voz, la letra y la espada: las de la extrema derecha, como la de Chapita Trujillo, que intentara asesinarlo, y las de la extrema izquierda, como la cubana de Fidel Castro, que le declarara desde un comienzo una guerra a muerte.

Enfrentando incluso la tolerancia del “Imperio” con las dictaduras y regímenes de derecha. Era una democracia centrista, asediada y combatida, como todas las democracias de la región, por el asalto inclemente del castro-guevarismo, frente al cual el modelo betancouriano era la única alternativa posible. Y por lo mismo sujeta a actos reprobables como interrogar hasta darle muerte a quienes se habían confabulado para liquidarla de raíz.
¿O es que Jorge Rodríguez, el padre de dos de las figuras más emblemáticas de la reinante dictadura venezolana y responsables del asedio, percusión, encarcelamiento, tortura y asesinato de los demócratas venezolanos y de la crisis humanitaria a la que han empujado a treinta millones de venezolanos, pretendía otro proyecto que no fuera esta misma siniestra asfixia de nuestra libertad, nuestra prosperidad y nuestro progreso, secuestrando a empresarios como William Niehous, presidente de la Owens Illinois de Venezuela, y asesinando a soldados venezolanos en sus invasores ataques guerrilleros? Ángela Zago, una de las guerrilleras de entonces, lo ha reconocido con la hidalguía de que no son capaces estos Rodríguez hijos: los perseguidos de entonces pretendían asesinar la democracia e instaurar un régimen totalitario. Compararlos con los perseguidos de hoy, que luchan por reconquistar el Estado de Derecho, es una vileza.

Esas fuerzas armadas habían combatido exitosamente la siniestra tenaza de ambos extremismos montada desde el nacimiento mismo de nuestra única democracia liberal para asfixiar los afanes democratizadores del continente; habían defendido el Estado de Derecho venezolano, seriamente amenazado por militares golpistas de derechas y por la insurrección de las guerrillas castrocomunistas de extrema izquierda. Y, dando paso a un proceso de simbiosis entre castrocomunismo y fascismo militarista, preparándose al acecho para asaltar el Poder.

¿Cómo no sentir auténtica admiración por unas fuerzas armadas que servían con profesionalismo y gran espíritu constitucionalista al mantenimiento del orden jurídico e institucional en el que por ese y otros motivos – dos sólidos partidos democráticos de centro, AD y COPEI – eran perfectamente capaces de sostener una verdadera democracia social? Que, más allá de sus imperfecciones, representaba una magistral alternativa al delirio insurreccional del castrocomunismo en el que por entonces militábamos.

¿Cómo no entender, asimismo, el odio recalcitrante de Fidel Castro hacia Rómulo Betancourt, odio que trasminara a la intelectualidad latinoamericana, tal cual nos lo cuenta el Nobel Mario Vargas Llosa en su prólogo al admirable e imprescindible escrito de Leopoldo López, Preso pero libre: “Yo recuerdo el odio que teníamos a Betancourt los jóvenes de mi generación cuando creíamos que la verdadera libertad estaba en Marx, Mao y en la punta de un fusil”. El dictamen del propio Vargas Llosa ante esta insólita ceguera del más servil fanatismo filo cubano no tarda un segundo: “Vaya insensatos y ciegos que fuimos. El que veía claro, en esos años difíciles, fue Rómulo Betancourt.”[1] Y muy por supuesto: no nosotros.
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Si los resabios de antimilitarismo con el que cargaba por esos años necesitaran de un último empujón para rendirse ante el hecho más que evidente de que los soldados venezolanos eran de otra estirpe, en muchos sentidos admirable, la experimenté al convivir y rozarme con algunos de ellos. Pude disfrutar de la amistad de los vicealmirantes Mario Iván Carratú Molina y Rafael Huizi Clavier, de los generales Fernando Ochoa Antich y José Antonio Olavarría, entre algunos otros.

Que un civil de procedencia marxista pudiera departir con tanta confianza y cordialidad con uniformados de alto rango era una experiencia, por lo menos en aquellos años de la guerra de los militares chilenos contra los demócratas, absolutamente inimaginable. También lo era ser aceptado de brazos abiertos por las máximas autoridades de gobierno, como Simón Alberto Consalvi, de cuya fraterna amistad pude disfrutar sin cortapisas desde cuando ocupara la cartera de interiores.

¿Dónde, en qué otro lugar de América Latina, las puertas estaban abiertas de par en par para aquellos perseguidos por las dictaduras del Cono Sur, que luego, en un siniestro giro del destino, se confabularían para estrangular a nuestra democracia? Los militares, marinos y aviadores venezolanos eran, junto a nuestras élites políticas, en el mundo del Poder del hemisferio de entonces, clase aparte. Institucionalistas, profesionales, de extracción popular y profundamente comprometidos con la democracia. En cuya defensa no trepidaron en dar sus vidas.

Algo muy profundo, muy pervertido y muy propio de nuestro pecado original, – el militarismo caudillesco -, algo que no fuera extirpado de raíz cuando pudo y debió hacerse, a partir del 23 de enero, una sorda complacencia y alcahuetería con los conspiradores de uniforme, debió sobrevivir en su seno al esfuerzo de higiene democrática emprendida por el Pacto de Punto Fijo en las filas uniformadas como para que ese perfil democrático, constitucionalista, profesional y leal al sentido nacional de los militares venezolanos se revirtiera hasta alcanzar el colmo de la traición a su sagrado juramento a la bandera: permitir que la Patria fuera asaltada, conquistada y poseída, sin disparar un solo tiro, por las fuerzas extranjeras representada por los ejércitos cubanos.
Que en el campo de batalla fueran arrastradas con la cola entre las piernas por los montes de Miranda, de Falcón, de Monagas. Como lo ha descrito en un documentado y acucioso estudio Thays Peñalver, el golpismo agazapado en sus entrañas a la espera del gran zarpazo jamás cesó en su siniestra acechanza. Pero primaron, a pesar de los pesares, el compromiso final con la institucionalidad democrática. Hasta que el cáncer militarista hiciera metástasis, encontrara el respaldo de las élites, asaltara el Poder y uno de los suyos llegara al extremo de entregar nuestra soberanía a una isla miserable, tiranizada desde hacía más de medio siglo, prefiriendo al final de sus días exhalar su último suspiro bajo el cielo castrocomunista, lejos de su tierra, sus querencias y sus seguidores.

Legándole, para mayor desgracia, las riquezas heredadas de sus mayores a través de un esbirro extranjero al servicio de esa abyecta tiranía. Un baldón que macula la historia de las fuerzas armadas venezolanas y ls maculará por siempre. ¿Cómo confiaría la civilidad en una institución que traicionó todos sus juramentos, se involucró en crímenes de lesa humanidad, como el terrorismo y el narcotráfico y conculcó todas las libertades obtenidas con sangre, sudor y lágrimas por nuestros mayores?

¿Cómo entenderlo? ¿Cómo no experimentar confusión y asombro ante tamaña villanía? ¿Qué siente un alto oficial venezolano cuando se entera de los horrendos crímenes cometidos en la más absoluta impunidad por cientos de poderosas bandas organizadas que secuestran, asesinan, degüellan y asaltan a diario, con armamento sofisticado, propio de nuestras fuerzas armadas, sin que ni siquiera tales hechos abominables trasciendan a los medios nacionales, secuestrados de facto por el dinero, el poder y la sevicia de los gobernantes, a los que sirven? ¿Para qué entonces nuestras fuerzas armadas? ¿Para reprimir a su pueblo y bajar la testuz ante el invasor extranjero y el hamponato impune? ¿Para convalidar y hasta hacerse cómplices de los peores delitos de lesa humanidad, como el narcotráfico y el terrorismo?

¿Qué habrán sentido el pasado jueves 1 de septiembre, al ver los ríos colosales, inconmensurables de caraqueños que exigen el cumplimiento de un derecho constitucional para salir del gobierno y del régimen dictatorial que los asfixia, que agoniza sin otro respaldo soberano que el de un escuálido puñado de fanáticos enfebrecidos que pagan sus salarios enarbolando banderas que traicionan? ¿Qué habrán pensado ante los atrabiliarios obstáculos puestos a la expresión de voluntad soberana del pueblo que hubiera querido venir del interior a engrosar las filas de los manifestantes caraqueños? ¿Qué sienten al ver la Patria devastada, expoliada y escarnecida por la barbarie castrocomunista a la que en un giro absolutamente incomprensible y aberrante respaldan y sin cuyo respaldo, como quedara meridianamente demostrado el pasado 1 de septiembre, desaparecería esta tiranía – al decir del estadista español Felipe González -, de la faz de Venezuela en asunto de días? ¿Con qué pretextos y para qué fines inconfesables sostienen al peor y más criminal de los gobiernos que haya existido en nuestra historia?

Antonio Sánchez García
@sangarccs

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