Guapo y apoyao, se dice en Venezuela de aquellos matones que sin respaldo de un poderoso desaparecen en la próxima esquina. Ya lo veremos como a aquellos que juraron ser los hombres más poderosos de sus reinos y terminaron destripados. La historia es implacable. Y se repite.
Antonio Sánchez García @sangarccs
Stalin era un matón. Si bien culto y leído. Su pasantía por el seminario le había dado una pátina de conocimiento y cultura, jamás a la altura de Lenin, que de matón no tenía nada. Era un intelectual de gran formato, conocedor a tal nivel de la Lógica hegeliana, un abstruso tratado filosófico que requiere de no poco entendimiento y de un acabado conocimiento del alemán que Lenin, como buen eslavo y dotado de un extraordinario talento para los idiomas, dominaba. Stalin, en cambio, hijo de un zapatero remendón borracho y violento, y de una doméstica de cascos muy livianos, que más que un intelectual revolucionario era un matarife, lo demostró desde que iniciara su camino hacia el poder en Tiflis, su ciudad natal. Poner bombas y descuartizar seres humanos se le dio desde joven hasta disfrutar de una resonante maestría. Pero como matón carecía del principal atributo de un auténtico matón: la cobardía. Stalin era corajudo. Razón que le permitió empinarse hasta las profundidades de la crueldad de un Iván el Terrible, su paradigma. Y sacar del juego de un solo manotazo a Trotski, su adversario. Tan culto, inteligente y refinado como Lenin.
También Castro fue un matón, mucho más cercano al perfil de un auténtico matón de barrio, porque a su infinita crueldad, de la que hiciera gala desde muchachito en el colegio de los jesuitas en el que se criara – de raza le viene al galgo – tanto o más desarrollada que en su maestro ruso, se unía la vesania. Como el más matón de los matones, Castro ha sido, además de cobarde, cruel e infame como pocos personajes de la historia latinoamericana. Mentiroso y farsante hasta el delirio, aunque capaz de las más abyectas crueldades. Se conoce de su primera acción propiamente matonesca: asesinar por la espalda, en una heladería frecuentada por estudiantes de la Universidad de La Habana, a un joven militante de izquierdas con el único y exclusivo propósito de granjearse las simpatías de un capo de alguno de los partidos de escopeteros y matones que dominaban las luchas estudiantiles de los cuarenta y cincuenta habaneros, que lo consideraba un enemigo. Pensó que al enterarse de su acción, el capo al que pretendía seducir lo acogería con las mayores simpatías. No fue el caso. El asesinato no tuvo otro efecto práctico que expandir su fama de matón y pistolero. Un rufián.
El personaje escogido por un sub rufián de Fidel Castro, el tropero Hugo Chávez – matón, farsante, cobarde y mentiroso – está en el último peldaño de la escala de la matonería: Nicolás Maduro. Combina las dos caras del matón político a la perfección: es servil, obsecuente, lacayuno y sumiso ante su amo, sin por ello o precisamente por ello, dejar de ser cruel, desmedido, desaforado y artero con aquellos que tienen la desgracia de caer en sus garras. El clásico lameculos vengativo. Expresión, sin duda, de una contradicción freudiana: mientras más abyecto en su disposición a la intriga y la lisonja, la adulación y el lameculismo, el apocamiento y la entrega hacia el amo, tanto más cruento y despiadado aparenta ser ante aquellos que el destino puso enfrente suyo.
Pero el dato faltante del perfecto matón es el que vivimos en esta circunstancia: chorreado de cobardía ante el empuje de quienes se le enfrentan con la decisión de destronarlo, a mano limpia y a pecho descubierto, él corre a refugiarse debajo de las sotanas, golpea las puertas del Vaticano e invoca la protección del capo di mafia del hemisferio, nada más y nada menos que el propio emperador norteamericano. Y en cuanto siente las caricias de sus circunstanciales protectores, suelta sus babas de mastín napolitano y muestra los mellados colmillos sin soltar ni el báculo papal ni los pantalones del señor presidente.
Guapo y apoyao, se dice en Venezuela de quienes sin respaldo de un poderoso se derriten en sus fluidos excrementicios. Ya lo veremos como a aquellos que juraron ser los hombres más poderosos de sus reinos y terminaron destripados. La historia es implacable. Y se repite.