No quisiéramos compartir el pronóstico del gran historiador. Me conformo con esperar que una gota de luz ilumine a los patriotas que aún militan en sus filas – si existen -, y opten por el único repliegue justo, deseable e históricamente necesario: contribuir al desalojo de la satrapía, respaldar a la civilidad apertrechada en la Asamblea Nacional – único Poder venezolano legitimado por el pueblo soberano – y reconquistar nuestra perdida grandeza. La esperanza, bien dice el refranero, es lo último en perderse.
Puede que a un historiador los hechos del pasado le interesen como a un entomólogo las mariposas alfilereadas en su muestrario. Como mero recordatorio. Ya no vuelan. Quedaron rezagadas para siempre en el tiempo y en el espacio. Guardando la debida y necesaria salvedad de que los hombres no son mariposas: aún muertos y disecados, sobreviven tanto como la porfía de sus herederos insista en invocarlos. Quedan como ejemplo, como modelo, incluso como admonición. O lastre. A ello se refería Alexis de Tocqueville cuando hablaba de esos pecados originales que, cometidos en el nacimiento político de los pueblos, los lastran para siempre.
Existe consenso entre los historiadores de raigambre liberal democrático, repetido con insistencia y hasta la saciedad en vida por Manuel Caballero y reafirmado recientemente y una vez más por Germán Carrera Damas, que ese lastre que se ha empeñado durante dos siglos en impedir la conformación de una Venezuela civilizada y civilista, en la que el Poder sea ejercido políticamente por su ciudadanía y su contraloría social directa o mediatamente por su sociedad civil, en la que sus fuerzas armadas asuman la obligación de ser apolíticas, profesionales y estrictamente sometidas al imperio de la Constitución y la Ley, que les dictan sus áreas de competencia y los límites de su proceder.
El tema asume un carácter dramático y apunta a la sobrevivencia misma de la República desde que ese militarismo, en parte fundamental aliado desde los tempranos años sesenta al castrocomunismo fidelista, volviera a sus inveteradas y nunca abandonadas andanzas golpistas, se rebelara contra el civilismo democrático que asumiera el control de la República por primera vez en su historia el 23 de enero de 1958 – luego del breve interregno compartido entre civilidad y militarismo abierto con la Revolución de Octubre de 1945 y cerrado con el golpe militar y el retorno a la dictadura militar de Noviembre de 1948 – para volver a hacerse con el Poder en 1998, hundiera a Venezuela en el ciclo más devastador de su historia desde los tiempos de la Guerra Federal y nos trajera al borde de este abismo de la crisis humanitaria en que hoy naufragamos. Si de algo cabe culpar a los gobernantes civiles que venían presidiendo la República desde el año 1959, particularmente desde el golpe de Estado del 4 F/92 y el trágico defenestramiento de Carlos Andrés Pérez, fue de la cobardía en la defensa de la democracia y en la humillante complicidad con el magnicidio cometido contra su propia obra: el Pacto de Punto Fijo. Y seamos francos: de esa ominosa complicidad no se salva prácticamente ninguno de nuestros dirigentes políticos de origen cuarto republicano. A quien le venga el sayo, que se lo ponga.
Pues bueno es volver a insistir en el hecho palmario de que la Independencia que el gobierno militar celebra en el día de hoy, 5 de Julio, ha llegado a no ser más que una ficción desde el día en que el Comandante Supremo, teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, cuya vida naciera y muriera en los cuarteles, le entregara la soberanía conquistada en 1811 en el día hoy recordado, a la tiranía cubana de Fidel Castro. Por acción del máximo exponente reactualizado del militarismo venezolano, Venezuela pasó de República liberal, independiente y democrática a Satrapía ejercida por un gobierno militar al servicio de la dictadura, también militar y militarista, de los hermanos Castro.
Si la figura de uno de esos próceres disecados, llamado Simón Bolívar, no hubiera prestado con o sin su imaginario consentimiento su nombradía para darle legitimación y realce al militarismo hoy gobernante, que ha usurpado incuso su nombre para adosárselo al gentilicio, y si su proyecto de la Gran Colombia no hubiera vuelto a alimentar los delirios de su máximo exponente, que quiso revivirla en alianza con las FARC, la cuestión vuelta a ser formulada por el historiador Germán Carrera Damas no tendría el menor sentido: ¿quién parió el militarismo venezolano de siniestras ejecutorias, Bolívar o Páez? ¿Los que entonces se quedaron en la capitanía porfiando en sus orígenes en Tierra Firme o los que se fueron a liberar pueblos tras el delirio de la gloria?
A estas alturas, cambio esa angustiosa pregunta por el desalojo raigal, esto es: de raíz, de los militares y del militarismo golpista que nos desgobierna en comandita con los comunistas venezolanos. Como bien lo reafirma Carrera Damas en esa extraordinaria entrevista de Hugo Prieto publicada en Pro DaVinci, cuya lectura recomiendo encarecidamente: Hugo Prieto: “Mientras tanto, ¿qué cosa ha logrado el control militar sobre Venezuela? ¿Qué resultado pudiera ser considerado como beneficioso para la sociedad? ¿Progreso? ¿Bienestar? ¿Avance? GCD: “No, no. Estás haciendo un esfuerzo para encontrar algo. Es decir, han fracasado rotundamente. ¿Qué les queda como única posición de repliegue? La violencia, ejercida en cualquiera de sus formas. Que es lo que hemos visto y vamos a seguir viendo. Y todavía veremos.”
No quisiéramos compartir el tenebroso pronóstico del gran historiador. Me conformo con esperar que una gota de luz ilumine a los patriotas que aún militan en sus filas, si existen, y opten por el único repliegue históricamente justo, deseable y necesario: contribuir al desalojo de la satrapía, respaldar a la civilidad apertrechada en la Asamblea Nacional – único Poder legitimado por el pueblo soberano – y reconquistar nuestra perdida grandeza. La esperanza, bien dice el refranero, es lo último en perderse.
@sangarccs
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