Conozco a algunos de esos trovadores que enloquecieron ante una invitación a la mansión habanera de la embajada británica para tocar, recibir un autógrafo y si él lo permitiera, besar a Mick Jagger. Algo patético, aldeano y rastrero en quienes llevan una vida sometidos al régimen, pero han hecho del elogio y la alabanza a los tiranos que controlan sus cuerdas vocales pasaporte de supervivencia.
Lo peor es que ni lo tocaron, ni obtuvieron su firma ni consiguieron un miserable selfie para mostrárselos a sus nietos, cuando reine en Cuba alguno de los hijos de Fidel o de Raúl Castro y ellos sean ancianitos maquillados al servicio de la nostalgia, como los penosos jubilados del Bella Vista Social Club. Y seguirán entonando loas a una quisicosa llamada revolución. A los pocos minutos de su llegada, el embajador le abrió paso entre la voraz multitud de coprófagos de la triste y zarrapastrosa farándula habanera y lo devolvió a los suyos. El grupete de momias jubiladas de los gloriosos tiempos de los sesenta, cuando la furia hermafrodita de Mick Jagger despertaba pasiones auténticas entre fumarolas de yerba y efluvios de LSD. Sin que sombreara aún el temor al sida y la cocaína y el haschisch no eran mercaderías malditas. Tiempos de descubrimiento y rebeldía de los que solo queda la voracidad crematística, suculentas cuentas bancarias y la ausencia de toda grandeza: celebrarán sus funerales en el Madison Square Garden cobrando diez dólares la entrada.
Edo, ese extraordinario caricaturista venezolano, caricaturizó el caricaturesco encuentro entre dos momias de la civilización del espectáculo de la tercera edad: Jagger, Eros desdentado, y Fidel Castro, Ulises en muletas. Describe a la perfección la brutal decadencia de la gloria: un bardo en arrugas y un héroe en formol. 57 años despotricando contra el Imperio, financiando expediciones para derrumbar el capital, echando generaciones de imberbes a los infiernos de las guerrillas latinoamericanas, combatiendo la alienación cultural hollywoodense y parapetando una contracultura de trovas, películas y novelas para terminar invitando al saliente presidente de Estados Unidos a ver un juego de pelota y arriando masas de infelices que flotan en la nada del paraíso tropical a pellizcar las añejas glorias de quienes no tuvieron la sabiduría de los Beatles: saber retirarse a tiempo.
¡Qué tiempos aquellos en los que Milanés le dedicaba una maravillosa canción a Salvador Allende en su combate por la vida, y Silvio Rodríguez inmortalizaba los ojos de Abel Santamaría servidos en bandeja a su hermana Haydée en las mazmorras batistianas! También la historia, en su senilidad, se caricaturiza a sí misma y se repite en el salón de los espejos desconchados como una miserable farsa de sí misma. Hay algo de humillante y cobarde en esa visita de Obama y ese postre añejado. Una ofensa a quienes algún día creímos en la revolución. Para llegar a la madurez viendo que ella es la opereta de dos centavos de rufianes y pandilleros como los que han sacado a relucir lo peor de la mediocridad, la maldad, el hamponato, la criminalidad y la cobardía de los venezolanos.
Era cierto: la indignidad, en la vejez, no tiene fronteras.
Antonio Sánchez García
@SANGARCCS
Era cierto: la indignidad, en la vejez, no tiene fronteras.
“Pobre del cantor de nuestros días que no arriesgue su cuerda por no arriesgar su vida”. Pablo Milanés