Los espacios de opinión vienen ocupándose cada día más del problema de la inseguridad. Pareciera que las páginas de sucesos pidieran ayuda a estos espacios con el propósito de llamar la atención sobre tan gravísimo problema. He leído en estas páginas relatos personales como el del sociólogo Tulio Hernández, de cómo fue víctima de una tentativa de atraco, afortunadamente sin consecuencias. Y he leído infinidad de opiniones, relatos y propuestas al respecto. El tema está en el ambiente, porque así como ha desbordado al Estado, el hampa está desbordándolo todo.

Más que estar en el ambiente, se trata de un problema ambiental. De qué otra manera podríamos explicar que a mi pequeña Silvia la hayan atracado dos días seguidos. Y que a mi esposa hayan intentado despojarla de sus pertenencias en medio del tránsito también dos veces por individuos desarmados. Sin duda, casos de estudio para la estadística que constituyen una tragedia para nuestro país.

Hay un detalle en todo esto que se filtra. Apartando el expediente de la impunidad como catalizador de la delincuencia en Venezuela, si observamos detenidamente percibiremos que hay otro factor que acrecienta y acelera el impulso delictivo. Ya no es solo la convicción del perpetrador del atraco en cuanto a que su acción no tendrá para él consecuencia negativa alguna. Además, se ha sembrado en la mente de los delincuentes la idea de que las víctimas están cada día más dispuestas a cooperar.

Sumándose a la indefensión que generan los planes de desarme que parecen dirigidos a quienes legítimamente portan armas para los fines de defensa personal y patrimonial permitidos por el ordenamiento jurídico, está la idea generalizada de que la única actitud posible frente a un ladrón es entregarlo todo. Eso lo he escuchado de innumerables expertos en materia de seguridad y no veo cómo podría estar en desacuerdo con un consejo como ese, si se condiciona al hecho de que el atacante esté armado y la víctima no aprecie que está en franca ventaja. Lamentablemente, la difusión masiva de ese mensaje ha llevado a la creencia de que ante la simple petición de un atracador hay que entregarlo todo. Lo más nefasto de eso no es que esa idea haya permeado al inconsciente de los ciudadanos que son a diario víctimas. Lo que de tétrico esto tiene es que quienes conscientemente tienen más clara esa idea y la forma en que ha calado en la ciudadanía, son los delincuentes. Y, a no dudarlo, la utilizan a su favor.

No comentaría algo tan delicado si no lo hubiera vivido yo una vez. O mi esposa, Isabella, quien ha sido víctima de dos intentos de atraco “con el dedo”, como dice ella. Es probable que sea por suerte que ninguno de los dos formamos parte de las cifras de homicidios diarios a partir de esos eventos, pero si de algo estamos convencidos es que la actitud mostrada fue alentada por la sorpresa de no ver ni un alfiler en manos de los delincuentes. La primera vez que le pasó a ella, al final de la avenida Casanova (en el mismo sitio que al profesor Hernández, según el cuenta en su artículo), ante los incesantes golpes que daba el choro a su ventanilla, ella comenzó a quitarse el reloj para entregarlo, pero mientras hacía eso pudo notar que ni ese individuo, ni el que estaba en la ventanilla del copiloto intentando abrir la puerta furiosamente, ni el tercer peatón que le bloqueaba el paso a su vehículo estaban armados. ¡Ni un cortaúñas! Notarlo y acelerar fue una sola cosa y los malandros tuvieron que apartarse y desaparecer.

Pistola en mano, las dos tentativas de ella y la mía habrían sido contadas hoy como tres atracos consumados. Primero, porque no somos imbéciles y, sin ser experto, dudo que haya algo que hacer, distinto a entregar lo pedido, si un cañón te enfoca. Y, segundo, porque hasta la fecha ambos estamos desarmados, independientemente de que creamos en que todo ciudadano tiene el derecho de hacer uso de la potestad prevista en el Código Penal vigente de defenderse legítimamente. Pero ¡de allí a que te atraquen con el dedo!

Por no portar armas, no sé cómo es la cosa al enfrentar un atraco estando armado. Imagino que quien, responsablemente y de manera legítima y justificada, porta un arma en este país apreciará en cada circunstancia si debe desenfundar o sencillamente debe rendirse a las exigencias hamponiles. Lo que no deben rendir esos ciudadanos es su derecho de ejercer su legítima defensa en los casos en que la ley claramente lo autoriza. No puedo decir eso sin hacer constar que estoy al tanto de que son cada vez menos quienes portan legítimamente armas, dado el afán del gobierno de desarmar a los ciudadanos, haciéndose de la vista gorda frente a los arsenales que ilegítimamente portan las bandas que a diario las lucen y usan a lo largo y ancho del país. Sin meterme con las de carácter político, que seguramente sí tendrán sus portes de armas.

Cosa distinta sucede para quienes no portamos armas y enfrentamos a un sujeto armado: la desventaja manda en esas circunstancias. No hay más que decir, gana el choro. Pero si el atraco es a mano desarmada, si nos vienen a atracar con el dedo, hay que desenfundar el dedo medio y dibujarles la famosísima colúmbida.

Va de suyo que hablo de aquí y de ahora.

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