Muchos amigos originarios de los lugares cuyo gentilicio carga con el lastre de una mítica lentitud en su razonar, ríen de buena gana con los chistes que la gente hace a su costa. Cuantas veces a diario no se le echa en cara a los gochos en Venezuela, a los pastusos en Colombia o a los gallegos en España, que no llegaron a tiempo a la repartición geográfica que hizo de la inteligencia. Lo soportan, normalmente sin reclamar, pero siempre queda un dejo de vergüenza que se filtra entre lo forzado de la risa y la incomodidad que, no pocas veces, impone un cambio de tema.

La desgracia que vive Venezuela deja claro que somos el país llamado a hacer el papel de los brutos, en los chistes del mundo. Hay unos que son amargamente buenos, híbridos del bochorno y la tragedia en que nos mantiene la dictadura que exitosamente destruye lo que de Venezuela queda, como es el muy ingenioso que asimila a la canciller con el exbillete de cien bolos (recordar, por favor, que cuando comenzó esta tragedia, eran cien mil bolos), porque no la recibe nadie. Pareciera que si los venezolanos no nos ponemos serios, vamos a terminar siendo los gallegos del mundo. Y, ya mencionamos al malhadado billete, anótenlo; la brutal confiscación que han perpetrado contra los comerciantes colombianos que legítimamente recibieron billetes de cien a cambio de suministrar alivio al hambre y remedio a la enfermedad de nuestros compatriotas de la frontera, la vamos a terminar pagando, también, cada uno de nosotros.

Hay que impedir a toda costa que esa vergüenza sea lo único que nos quede, de esta maldición que se ha posado sobre Venezuela. Esa vergüenza tiene que acompañarse de una actitud vigilante que se trasmita de generación en generación, que sea capaz de detectar y extirpar de raíz cualquier nuevo intento por instalar el odio entre los venezolanos, como fuente de autoridad.

La terrible catástrofe provocada por Hugo Chávez, Nicolás Maduro y la camarilla de reptantes aduladores que los han acompañado, tiene que convertirse en el peor recuerdo de quienes habitamos en Venezuela. Verá la luz el día en que la sola sospecha de que algún interlocutor extranjero tiene la intención de mencionar alguno de esos nombres, nos haga impedir mantener la conversación por la vergüenza que esta tragedia, que se convertirá en recuerdos, tiene que llegar a representar para todo aquel que se llame venezolano.

Aunque todos tendremos comprometida nuestra responsabilidad en esta desgracia, bien por acción o por omisión, hay unos sectores que recibirán – y ya están recibiendo un adelanto de eso – una factura mayor, por haber traicionado el juramento de sostener la soberanía del pueblo venezolano. El padre Ugalde, aunque no creo que él ni la institución que representa se hayan hecho acreedores del derecho de lanzar la primera piedra, apunta con su dedo en la dirección correcta.

Esta dictadura va a pasar, como han pasado todas. Con la desesperación que les imprime el calor del Sol en sus espaldas, ellos lo saben y lo sienten mejor que nadie. Pareciera que entre sus filas se agotó el instinto de supervivencia y ganó la tesis de echar el resto. Aunque soy partidario del diálogo, porque el diálogo siempre se impone, antes o después del parte de las bajas, creo que lo mejor que puede pasarle a Venezuela es que este súmmum del odio que es el castrochavismo, se extinga por completo. Y que solo nos quede de eso, la suprema vergüenza venezolana por haber permitido que esto ocurriera.
Va de suyo que hablo de aquí y de ahora.

@Francisco_Paz_Y

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