Por supuesto que angustia que este modelo pretoriano de Chávez haya finalmente colapsado, con todos nosotros dentro, y sumido al país en la ruina.
Claro que alarma.
Afecta que esta semana en la reunión del Fondo Monetario Internacional en Lima el diagnóstico de nuestra economía sea de debacle, de descalabro, con las alertas al máximo sobre lo que pueda pasar. Y que el gobierno calle, o tergiverse todo, más asustado por perder las parlamentarias de diciembre que por salvar a la Patria (como diría el que se fue).
Intranquiliza, altera que en lugar de un plan para reducir los daños en este desastre económico en marcha, lo que esté maniobrando este régimen sea un plan de urgencia para minimizar los efectos de los comicios más difíciles de toda la era chavista, de acuerdo a su vocero civil, el presidente Maduro.
Y que la única acción que se perciba en la maquinaria gubernamental sea que sobre la marcha se estén alambicando combinaciones de última hora para tomar, ahora sí, la totalidad absoluta de la magistratura del Tribunal Supremo de Justicia, para apretar más las clavijas de esta oficina de servicio en la que se ha convertido esta corte, y lograr que todas sus togas, a ritmo de tambora, marquen el mismo pie al recibir y clasificar y repartir todas las decisiones legales cuando, después del 6-D, el Parlamento recobre su integridad civil (su majestad ciudadana), y cambie por fin el compás, y hasta el verbo, como anticipan las encuestas.
Por supuesto que inquieta. Que el máximo organismo económico mundial, le ponga cifras al desastre y al ocultamiento de las estadísticas y datos básicos, de una inflación desbocada y una economía hundida a una velocidad comparable al de países en guerra, que elevará el desempleo a un nivel nunca visto en décadas.
Y que la evolución económica sea una de las peores no sólo de toda Latinoamérica, sino del mundo, sólo (como registran los datos) por delante de Yemen, en pleno conflicto bélico. Sierra Leona, golpeada por el ébola, y Guinea Ecuatorial.
E incluso mayor que la de Ucrania, invadida y sacudida por Putin. Con una inflación desbordada que revienta el 200 por ciento y una caída del PIB (conjunto de bienes y servicios producidos en un país durante un espacio de tiempo, generalmente de un año) del 10 por ciento, y en camino de perder una quinta parte en 3 años.
Con una subida de precios de un modo tan desorganizado y anárquico, que junto con el desbordamiento generalizado de la corrupción y la delincuencia más rampante, de la escasez crítica de alimentos, de fármacos, y con una pobre moneda molida y machacada por esta especie de vandalismo económico, el país da dentro y fuera la impresión de un paciente que ha sufrido una cirugía, una intervención quirúrgica severa, y ha entrado en estado de shock.
De sobresalto. De conmoción.
Okey. Paremos. Preguntémonos por qué. ¿Qué ha pasado?
Casualmente, o no, amigo lector, al zambullirnos dentro de este colapso, uno ha terminado de leer dos libros claves para entender a la Venezuela del momento, como lo son La épica del desencanto y La República fragmentada, del joven e inmenso investigador Tomás Straka. Y el torrente de claves históricas que aquí se desmenuzan ilumina el espacio-tiempo en el que realmente hemos vivido (y si no despertamos, continuaremos viviendo) los venezolanos.
Y aquí deberá perdonársenos esta digresión, para poder entrarle a las verdaderas raíces de este colapso, ya que las claves históricas están ahí ante nosotros, cada vez que el capitán del Ejército Diosdado Cabello, paradójicamente al frente del poder más civil de los poderes, el Parlamento Nacional, aparece en televisión amenazando a sus adversarios con un bate. Como si en lugar de un representante civil, por el contrario fuera una de las cabezas de aquel Partido Militar, que en 1845 le dio el golpe a José María Vargas.
Y nos demuestra que a pesar de que en 1958, tras la caída de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, rechazamos tajantemente la posibilidad de un régimen militar, el Ejército terminó por alinearse con el sistema democrático, y no desparecieron las tendencias pretorianas.
El personalismo, el culto a los héroes, el militarismo. Que Chávez, como comenta Straka, no sólo se encargó de subrayar su poder usando el uniforme cada vez que pudo, y aceptar que lo llamaran “comandante-presidente”, sino que en lugar de ser velado en el Congreso, vestido de uniforme lo fue antes en la Academia Militar, y finalmente inhumado en un cuartel.
Y uno recuerda cuando nos dijo en Miraflores en 1999, recién electo, tras un cruce de palabras, “¡García Mora, yo te voy a demostrar que yo soy más civilista que tú!”.
A lo que respondimos, “¡Ojalá, presidente, y Dios y la Virgen del Valle, le oigan!”.
Y aquí estamos. Junto a Tomás remontándonos en el tiempo, ante presidentes que se convirtieron en pequeños reyes, pero a falta de abolengo devinieron en “héroes”, en “césares”, que es algo así como un rey proclamado por el pueblo. Césares que a falta de su Galia buscaron los lauros militares para llegar a la Presidencia.
Algo que en toda nuestra historia nos remite a esa necesidad psicológica tan honda, que, por un lado, nos agobia para llenar el enorme hueco que dejó la expulsión de Dios de los asuntos políticos tras la Colonia, y el derrocamiento de la Corona, que sin nobleza, nos impidió pactar una monarquía constitucional. Y que según Ana Teresa Torres, reflejaría en cada uno de nosotros, ese deseo de seguir a un papá que viene de la ausencia que desde 1810 no hemos podido remediar.
De la ausencia de esa dualidad Dios-Rey que daba sentido al universo colonial. Problema institucional que través de los césares quisimos lograr resolver, y que sobrevuela en cada uno de nosotros como la pervivencia de una “consciencia monárquica”.
“Adoradores de la fuerza”, como nos describió César Zumeta, pareciera según Straka, que en Venezuela no hemos hecho sino buscar un líder.
Como con Guzmán Blanco en su momento, y la anti república. De un personalismo (todo lo contrario del republicanismo) llevado a sus límites. Que con el tiempo se vuelve doctrina (y olvídense del Fidel Castro que con Chávez le roba el show a nuestros héroes) cuando Vallenilla Lanz le da ropajes positivistas y estructura ese esperpento de “Cesarismo democrático”, para legitimar el gobierno de Gómez.
Sí. El pasado no termina de irse, como dice Ana Teresa en su inestimable libro La herencia de la tribu. Y un futuro que siempre será, paradójicamente, pretérito. Con esos “héroes” que “no descansan en el Panteón Nacional” y que por el contrario andan sueltos. A la captura de ese venezolano que jamás pareciera madurar como un adulto, en su búsqueda del papá del pueblo-niño, o del “pueblo inepto” de Elías Pino.
Del prestigio, no en los avances civilizatorios civiles, en la admiración de las dotes guerreras, las habilidades de rodeo, de jinete y de generoso patrón, fundamental en el apuntalamiento del caudillaje.
El deseo de una sociedad “matricentrada” en la que el padre está ausente y perentoriamente es sustituido por la figura del caudillo del siglo XIX, o el Estado benefactor del siglo XX.
Ese prestigio personal aglutinador para encontrar un mínimo de orden y estabilidad, que hace gritar al personaje de Urbaneja Achelpohl: “¡Hazte general!” O de ese Bolívar que abandona a la madre, la Patria, para irse a otras tierras y tener otras hijas, y que además en nuestro inconsciente histórico ya tan grogui, nos hace sentir como traidores porque echamos abajo su sueño grancolombiano y, como señala Straka, además lo proscribimos del país.
Un país dominado por los hombres fuertes.
Y por unos simples presidentes que ad hoc deben inventarse un título por una urgencia de superioridad (quizás dado por su complejo de inferioridad) que requerida para darse legitimidad.
La búsqueda de un líder sobrehumano, capaz de resolver todos nuestros males y al que podamos entregar confiados nuestra propia responsabilidad, es una constante en nuestra historia republicana. Esta sociedad, la nuestra de hoy y de siempre, tan comunicada psicológica y políticamente con el colonialismo del siglo XVI, que hoy al ver y sentir la presencia militar por todas partes, nos obliga a revolcarnos continuamente a esta especie de espacio-tiempo simultáneo en el que no sabemos bien, qué está antes y qué después.
Pero que hoy al igual que a finales del siglo XIX, cuando quedaba poco del ideario liberal, nos agobia la bancarrota del Estado, la pugna destructiva intrapartidos, y las inmensas pérdidas territoriales. Y presenciamos la debilidad del Estado, y en general de la élite militar que intenta liderar el país, y que se manifiesta en aspectos tan importantes como la incapacidad para controlar la violencia y para establecer el imperio de la ley.
Con una generación que asume como normal conquistas que en realidad fueron excepcionales.
Una generación en la que la antipolítica de Guzmán Blanco se convirtió en ideología, frente al desprestigio de los partidos. Y que hoy no vislumbra una opción razonable y huye, hacia sí misma, o hacia fuera, ante la imposibilidad de conectarse con nada. Prisionera de la misma nostalgia que la azotó a fines de fines del 1800 y comienzos del 1900, de lo que pudo haber sido y no fue.
De este ánimo de Finis patriae que resume el desaliento. Palabra irrevocable. Fatídica.
Con la que este cronista se despide por un mes.
Bajo el signo de la virtud armada.
Y a la espera de un definitorio 6-D.