Cuando cae la noche, el Metro de Caracas deviene en casa del terror o infierno sobre rieles. Masturbaciones públicas, menesterosos, tragos de aguardiente y soplos de cocaína son algunas de las escenas que se descubren en el sombrío subterráneo. Por miedo, cada vez son menos los pasajeros; porque cada vez son más los atracos y actos vandálicos

uando el reloj se acerca a las nueve de la noche, la gran masa de gente que usa el Metro de Caracas —desde que abre a eso de las 5:30 am— empieza a disminuir. La mayor parte del tráfico se dirige hacia las estaciones que colindan con ciudades satelitales. En Zona Rental, las personas que viven en Los Teques se siguen embarcando rumbo a Las Adjuntas con la esperanza de no ver nada digno de contar. Lo mismo ocurre en la Línea 3, que finaliza en el ferroviario de La Rinconada. Más allá de eso, la ausencia de personas hace que la violencia cotidiana sea más fácil de identificar.

Una muestra de lo anterior la padeció Yuliana Ramírez. Eran casi las diez de la noche y ya el tren, de la Línea 1, había pasado Capitolio, rumbo a Propatria, cuando en uno de los vagones un borracho se masturbaba. Llevaba sus genitales fuera del pantalón, mientras una madre les decía a sus hijos que voltearan a otra parte. En una de las estaciones, el hombre fue desalojado por el personal de seguridad. Como este, se han registrado varios casos de onanismo, uno de los cuales acabó con usuarios salpicados de semen.

El umbral de las 9 pm

La Línea 1 es la más movida. En Palo Verde, se montan niñas huesudas que acaso llegarán a los 14 años. Usan exceso de maquillaje, minifaldas o shorts, y franelitas muy cortas. En las estaciones centrales –de Altamira hasta Bellas Artes– el tren lo abordan varones con ademanes femeninos. Gritan, exageran sus gestos, algunos se toquetean, se insinúan con la mirada, piropean a desconocidos o bailan frente a las ventanas. De vez en cuando, se deja ver uno al que le gusta pasear con el rostro pintado como los miembros de Kiss.

Cuando hay partidos de beisbol, sobre todo si se enfrentan Caracas y Magallanes, los funcionarios encienden las alarmas: “Hay coñazos seguro”, afirman. Vidrios rotos, asientos despegados, botellas quebradas, alcohol derramado y personas heridas, es un saldo normal después de un choque entre melenudos y navegantes.

El resto de los días hay menos alboroto. La soledad de la Línea 3 dirección Plaza Venezuela es sospechosa. Contrasta con los vagones aún llenos que se mueven en dirección a La Rinconada, en donde los pedigüeños, al igual que en el resto del sistema, siguen en sus oficios de mendigo. Son zombis que dejan ver miembros hinchados, heridas frescas y cicatrices, para solicitar una ayuda. Otros recurren a una supuesta sinceridad: se arrodillan y suplican por dinero o comida. Está, por ejemplo, el flaco, moreno, alto, de pelo pastoso, que no tiene ninguno de los dedos de sus manos y se queja de que no le dan trabajo.

En dirección Plaza Venezuela, la soledad sirve para que ocurra algún robo puntual. Hay zonas que no son cubiertas por la vigilancia de las cámaras. Ahí, algunos pasajeros se toman licencias: inhalar un poco de cocaína o llevarse una botella de alcohol a la boca. Son acciones que duran segundos. Si la persona en cuestión es detectada por los guardias de seguridad del subterráneo, quizá sea expulsada.

A alguien ebrio o narcotizado no le venderán un ticket. El problema es que desde agosto muchos torniquetes dejaron de funcionar. Gato Negro, Capitolio, Plaza Venezuela, Chacaíto, Altamira, eran algunas de las estaciones en las que los usuarios se aprovechaban de máquinas defectuosas para entrar sin boleto. Según un funcionario del Metro que prefiere permanecer anónimo, la razón del deterioro tiene que ver con la falta de materiales de mantenimiento. Antes había preventivos y correctivos. Hoy solo hay correctivos, si acaso. En una nota publicada el 18 de marzo en El Cooperante, un funcionario activo del Metro confesó: “Los repuestos de los trenes se adquieren en el exterior y se cancelan en divisas. Y como tiene que comprarlos el gobierno, tarda mucho. Por eso hay retrasos, fallas en el aire acondicionado. Ya no se hace mantenimiento diario de las estaciones”.

Estos defectos han hecho del sistema un nido de borrachos. Un viernes en la noche se ven de todo tipo. Están los melancólicos, que le lanzan piropos a una hembra imaginaria o se quejan de un desplante. Los hay lascivos, que se acercan a cuanta mujer se cruzan: piden una dirección como pretexto para quedarse a unos metros de la fémina viéndola fijamente. También están los de mirada extraviada, que parecen estatuas ambulantes. Si se tambalean demasiado, podrían caer a los rieles. En el primer trimestre del año, un hombre, por accidente, ahogó sus penas y sus gritos mientras un tren de Zona Rental lo trituraba. Había bebido demás. Fueron sus últimas tragos.

Por último, están los fiesteros. El viernes cuatro de noviembre, por ejemplo, tres mujeres y dos hombres amenizaban un tren de Plaza Venezuela que iba hacia Propatria. Una de las chicas trataba de hacer pole dance aferrada a un tubo, otra se besaba con mucha lengua con uno de los chicos mientras le bailaba de forma muy sexual. Se pasaban una botella de ron entre ellos. Cuando alguien presionó la alarma y funcionarios del sistema se apersonaron, todos se quedaron quietos. Ningún pasajero abrió la boca. Se dio la señal para continuar y una de las borrachas gritó: “¿¡Quién aquí nunca ha bebido!? ¡Baaaaaaila!”.

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